Misión Desconectada: El sabor del Cielo en un frasco de Mermelada de Ube

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Por Andrea Vicente Clabson, Profesora de Educación Religiosa, Filipinas

En mi juventud, el camino hacia la educación universitaria no era ni sencillo ni seguro. Durante mis años de secundaria, el sueño de la Universidad parecía lejano, casi inalcanzable. El futuro era un horizonte borroso hasta que un encuentro providencial con mi párroco lo cambió todo. Él me animó a solicitar una plaza como estudiante trabajadora en el Centro de Capacitación de Doncellas de la Montaña (MMTC) en la ciudad de Baguio (Filipinas), dirigido por las Hermanas del Buen Pastor. Gracias a su guía, se abrió una puerta y entré.

Fundación para la Formación y el Desarrollo de las Trabajadoras Mineras, Minesview, Baguio City, Filipinas. (Foto: MMTC)

Esa oportunidad me llevó a la Universidad de San Luis, una institución Católica dirigida por el CICM, enclavada en el corazón de Baguio. Durante los siguientes cuatro años, mi vida siguió un ritmo exigente, pero a la vez lleno de gracia, de estudio y trabajo. Las mañanas las pasaba en las aulas; las tardes y los fines de semana los dedicaba a pelar, mezclar, cocinar y envasar los apreciados productos del MMTC, especialmente su famosa mermelada de Ube. Fue una vida de sencillez y sacrificio, pero también de alegría y profunda formación.

Administrar mi tiempo y estirar una modesta asignación me enseñó disciplina, confianza y resiliencia. Hubo momentos de agotamiento y duda, pero de alguna manera, la gracia siempre me ayudó a salir adelante. Sin darme cuenta, estaba en mi último año. Mirando hacia atrás, me doy cuenta de que la formación que recibí en MMTC nunca se trató solo de lo académico o de ganarme la vida. Se trataba de crecer. Las Hermanas moldeaban no solo nuestras manos, sino también nuestros corazones.

Hoy, mi corazón rebosa de gratitud por las Hermanas del Buen Pastor. Su mayor regalo no fueron las habilidades que aprendí en la cocina, sino las lecciones silenciosas e inquebrantables de amor, dignidad y carácter que me enseñaron. Fui receptora de su misericordiay esa misericordia dejó una huella imborrable en mi alma.

Ahora me siento natural devolvérsela. La bondad que recibí nunca fue para acumularla; fue para compartirla. Por eso me esfuerzo, a mi manera discreta, por marcar la diferencia en la vida de los demás. Si puedo ofrecer incluso una fracción del apoyo y la confianza que una vez me brindaron, habré honrado el legado de las Hermanas de la manera más significativa que conozco.

Este viaje se completó el 22 de agosto de 2025, festividad de la Realeza de María, cuando visité a la ex líder de la comunidad local que me había acogido en MMTC hacía más de dos décadas. Ahora, con 95 años y residente en el Convento del Buen Pastor en Ciudad Quezón, irradia la misma gracia que una vez cambió mi vida. Volver a verla fue un recordatorio sagrado de las semillas de misericordia sembradas hace mucho tiempo.

Mi vida ha sido profundamente moldeada por la sabiduría de Santa María Eufrasia, Fundadora de las Hermanas del Buen Pastor. Sus palabras fueron más que citas inspiradoras; se convirtieron en principios rectores que quedaron grabados en mi corazón.

"Una persona vale más que el mundo entero” me recordó, especialmente en mis momentos más difíciles, que mi valor no lo definían mis circunstancias, sino la imagen divina que habitaba en mí.

 "Haz bien todo lo que hagas” me enseñó que incluso la tarea más pequeña, ya sea pelar verduras o empacar frascos de mermelada de Ube, podía ser una ofrenda de excelencia y amor.

Y su humilde confesión: “No tengo un gran talento. Solo amé, pero amé con todas las fuerzas de mi alma”, me reveló que la grandeza no reside en los elogios, sino en la profundidad de nuestra compasión.

Estas palabras se convirtieron en una brújula que me guió hacia una vida con con propósito, misericordia y servicio incondicional.

Estos no eran simples lemas en una pared. Eran el espíritu vivo de una misión que he llegado a comprender más profundamente con el tiempo. La labor de las Hermanas del Buen Pastor no es un ministerio distante; es un latido de misericordia en nuestro mundo. Esta es la Iglesia en su forma más auténtica: no una fortaleza en una colina, sino una comunidad enviada, como lo imaginó el Concilio Vaticano II, para sanar un mundo herido.

Las Hermanas encarnan un ritmo sagrado en el corazón de nuestra Fe. Se mueven entre dos mundos: el bullicio de la necesidad humana y el tranquilo santuario de la oración. Dirigen albergues, escuelas y centros que curan las heridas de la injusticia. Esto es amor en acción. Pero esa acción siempre tiene sus raíces en la contemplación. En el silencio ante Dios, beben de la fuente de la misericordia, asegurando que su trabajo siga siendo una misión, no solo un servicio. Sin oración, la acción se vuelve hueca. Sin acción, la oración se vuelve auto contenida.

¿Y quiénes son el centro de este tierno amor? Especialmente las mujeres y las niñas, aquellas a quienes la sociedad a menudo ignora. En ellas, las Hermanas no ven problemas por resolver, sino personas a las que amar. Responden al llamado de la Iglesia a defender ladignidad exaltadade todo ser humano.

Esta dignidad no se gana; es inherente, impresa en nuestras almas por el Creador. Donde el mundo ve vergüenza o fracaso, las Hermanas ven el rostro de Cristo. No se limitan a ofrecer ayuda; proclaman una verdad que el mundo olvida: ''No te define tu pasado ni tu pobreza. Eres un hijo amado de Dios.''

Al restaurar la esperanza y ofrecer una comunidad amorosa, limpian la mancha de la injusticia para revelar la imagen radiante de Dios en cada persona. Su misión es una sinfonía que fusiona el llamado de la Iglesia a ser misionera con su pasión por la dignidad humana. Desde la defensa global hasta el simple acto de mentorizar a un estudiante, cada nota canta la misma verdad: cada persona tiene un valor infinito, por quien Cristo dio su vida.

Mi propia historia, de estudiante con dificultades a educadora, es un eco viviente de las palabras de Jesús: ''Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia'' (Juan 10:10). Las Hermanas no solo me dieron un trabajo; me dieron una vida con propósito, dignidad y amor. Y ahora, en mi aula, me esfuerzo por transmitir ese mismo don: ver a Dios en cada estudiante, tal como ellas lo vieron en mí.

 

Publicado originalmente por Radio Veritas Asia el 20 de octubre de 2025 (acceso aquí) y reimpreso aquí con su amable autorización.

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